LA VIDA SON DOS DÍAS Y EL PRIMERO YA FUE AYER.
Acojona, ¿verdad? El paso del tiempo, digo. El pensar que hace no tanto tiempo éramos unos críos que se preocupaban solo de jugar en el parque y de no irse nunca a la cama. El pensar que no fue hace tanto cuando tus padres se estaban conociendo y tú no existías ni en sus planes de futuro, porque posiblemente aún ni los tenían. El pensar que en unos años lo que estamos haciendo ahora no nos parecerá tan lejano, pero sin duda lo estará.
Ahora lo tenemos todo. Libertad, ganas de comernos el mundo, tenemos mucho tiempo por delante, tenemos ilusión y aún no nos hemos llevado suficientes palos. SOMOS JÓVENES. Pero eso se pasa, los años no perdonan, les da igual que tú no quieras crecer y que estés pasando por tus mejores años, él te los quita igualmente, es así de hijo de puta. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? Que no te das cuenta hasta que ya ha pasado, hasta que te despiertas un día y te das cuenta de que esos días han pasado, y de que ya no vuelven.
¿A vosotros no os gustaría vivir en El País de Nunca Jamás? Porque a mí sí, me gustaría despertarme cada mañana sabiendo que soy exactamente igual de joven que el día anterior. Me encantaría acostarme sabiendo que no he malgastado unas preciosas horas que no van a volver, porque tendría la certeza de que iba a tener exactamente esas mismas horas de libertad, de ganas de comerme el mundo, y sobre todo, porque estaría segura de que me siempre iba a quedarme mucho tiempo por delante.
¿Pero sabéis porque no estoy ahora mismo allí, siendo siempre una niña? Porque me pasé mi infancia entera mirando por la ventana antes de acostarme, esperando a un Peter Pan que nunca vino, y entonces empecé a crecer, y a dejar de creer en las hadas. Aunque creo que mientras seamos jóvenes, aún nos queda un poco de eso, un poco de magia, un poco de mente de niños. Y es cuando la perdemos, es en ese momento cuando nos despertamos por la mañana y nos damos cuenta de que lo mejor ya ha pasado, y de que no vuelve.
